lunes, 22 de noviembre de 2010

El yunque

No me hago responsable de lo que hagan luego de leer este cuento...


Se despertó. Sintió que algo le pesaba en el brazo derecho. Quería llegar a la mesita de luz para ver que hora era, pero algo se lo impedía. No podía levantarse. El peso era demasiado. Miró hacía la derecha y pudo entender un poco mejor. Un gran yunque estaba atado a su muñeca con una cadena.
Tenía que ir a trabajar con o sin yunque. Así que hizo un gran esfuerzo para incorporarse. Le costaba vestirse. ¿Cómo se pondría la camisa? Se le ocurrió una idea. Tomo la camisa más vieja y la cortó a lo largo de la manga. Una vez puesto el brazo, la volvió a cocer. Por suerte había encontrado aguja e hilo cerca. La camisa ya estaba, le quedaba el resto. Los pantalones y lo demás resultaron más fáciles.
Ni pensar en el desayuno. Entraba a trabajar a las ocho. Se había atrasado un poco, pero igual estaba a tiempo.
Tomó el portafolio y salió a la calle. ¿Qué  diría la gente cuando lo viera? No tenía tiempo de pensar en eso. Caminó unas cuadras hacia la parada del ómnibus. Vio que se aproximaba y corrió para tomarlo. Con mucho esfuerzo subió y se ubicó en un lugarcito donde no molestaba a nadie. Estaba muy agitado, el corazón le salía del pecho. Para su asombro nadie lo miraba raro, así que se quedó más tranquilo.
“¡Qué cosa tan incómoda este yunque! ¡Todavía, con todo el trabajo pendiente que me  espera!”
Por fin llegó a la oficina. Le resultó extraño que todos lo saludaran de forma normal, pero se sintió aliviado. No tenía ganas de dar explicaciones. Principalmente, porque él no las tenía. Cuando tuviera tiempo pensaría que significaba ese yunque, ahora no podía.
Tenía un montón de papeles en su escritorio. Ya lo habían amenazado, con que debía dejar todos los expedientes prontos para ese día. Preocupado, no pudo disfrutar del fin de semana, y apenas durmió.
Las horas pasaron. A pesar del yunque y trabajando con una sola mano, terminó todo. Se sintió satisfecho, aunque no salió ni siquiera a comer. Pero su esfuerzo había valido la pena.
Fue a la oficina del jefe y le informó que ya había terminado.
-         ¿Si, seguro que terminó Ramírez?
-         Sí señor.
-         Déjeme todo en el escritorio que lo voy a revisar.
Por lo menos le daría el tiempo para tomar un cafecito antes de irse. Se le había pasado la hora del último ómnibus que lo llevaba de regreso a su hogar. Nadie lo podía llevar, todos sus compañeros de trabajo se habían marchado. Así que tendría que irse caminando. ¡Con el yunque a cuestas! Su cuerpo no lo soportaría. Le dolía mucho la mano. Lo único que lo alentaba, era que había terminado satisfactoriamente su tarea. Luego vería como se libraba del yunque.
Estaba tomando el café, y un grito ensordecedor le hizo casi tirar la taza.
-         ¡Ramírez que ha hecho! ¡Esto está todo mal!
-         ¿Cómo señor? No lo entiendo.
-         ¿No se acuerda lo que hablamos el otro día en la reunión?
-         Sí señor, lo recuerdo, todo fue debidamente considerado.
-         ¿Pero no le avisaron de los últimos cambios?
Sintió que la vista se le nublaba. Veía a su jefe moviendo los labios pero no llegaba a entender que decía, ya no lo escuchaba. Se imaginó lo que había pasado. Otra vez, como otras tantas veces, no le habían informado de algún cambio de último momento. Le entró la desesperación. Un sudor frío le corrió por el rostro. Quiso levantar la mano derecha para desabrochar la corbata pero la tenía atorada. Estaba a punto de desmayarse.
Lo despertó la secretaria del jefe.
-         ¡Juan!  ¿Qué te pasa? ¿Te dormiste?
Estaba desplomado es su escritorio, en medio de una montaña de expedientes. Miró el reloj. Eran las dos de la tarde. ¡Se había dormido! Ya no terminaría el trabajo para ese día.
Miró hacia su brazo derecho y no vio al yunque, había desaparecido. Igual le costaba mover el brazo, porque le había quedado aplastado junto con su mano, bajo el gran peso de todas esas malditas carpetas. Se miró la muñeca, estaba libre. ¡Libre al fin!
Se levantó de un salto y le dio un beso a María. Ella no entendía nada.
-         ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿Terminaste todo lo que tenías que hacer?
-         No, no lo terminé, y tampoco lo voy a terminar – le contestó con una amplia sonrisa.
María seguía hablando, pero él no la escuchaba. Tomó su saco y se dirigió a la puerta. Se sentía liberado. ¡Ya no tenía el yunque en su brazo! ¡Qué más podía pedir!
Antes de cerrar la puerta gritó:
-         María, mañana no me esperen, y pasado, tampoco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario