Se había levantado cansado y sin ganas de hacer nada. Salió a caminar. Buscaba algo, pero no sabía qué. Llegó a la plaza donde todos los vendedores de antigüedades exponían sus objetos. Algunos de ellos muy viejos y en mal estado.
Caminaba absorto entre las mesas de ofertas buscando algo que le llamara la atención. Se detuvo frente a un anillo que tenía labrado una extraña cruz. Al tomarlo entre sus manos, se le nubló la vista, entonces la plaza ya no era más la plaza. Todo se transformó y se encontró en otro lugar muy lejano.
***
Cabalgaba velozmente, era tarde, no llegaba a tiempo. Llevaba consigo su espada, que lo golpeaba con dureza en una de sus piernas, pero no le importaba el dolor, porque ella era toda su fortaleza. La única compañía en ese momento.
El caballo galopaba rápidamente incitado por los gritos desesperados de su amo. La capa blanca lo cubría con un aire majestuoso. La cruz roja labrada en ella lo delataba y llamaba la atención, pero no le importaba correr el riesgo, porque sentía que era su deber.
Había estado mucho tiempo escondido. No era prudente que lo vieran. Su vida corría peligro. Sabía que estaba cometiendo una locura, pero no podía evitarlo. Quedaba poco tiempo, lo presentía.
En el camino se cruzó con gente que al verlo se apartaba, por miedo o respeto a su investidura. Ya no se veían muchos caballeros desde que el rey se había puesto en contra de la Orden.
El humo se veía a lo lejos. Se acercaba a la ciudad, el corazón le latía fuerte. Sintió mucho miedo pero no se echaría atrás. Sabía que no podía hacer nada más por su maestro. Tan solo acompañarlo en sus últimos momentos y luego volver a huir.
Tanto su maestro como él no le temían a la muerte, porque sabían que sólo era otro comienzo, y que siempre se reencontrarían.
Entró a la ciudad, se aproximó a la plaza principal. En las puertas no había ningún soldado del rey, estaban todos rodeando la Catedral de Notre Dame. El evento era muy importante. La catedral se veía majestuosa, increíble que se eligiera ese lugar para tremenda infamia.
El humo de la hoguera era su aliado, su caballo como si conociera el peligro, apenas hacía ruido y se abría paso entre la muchedumbre que se acercaba a observar el ominoso espectáculo.
Era como si toda la orden lo acompañara con su vigor. Nadie lo veía. Parecía invisible. Sabía que Dios y todos sus hermanos Templarios estaban con él y lo protegían. Se acercó un poco más. La hoguera ardía animada por el viento que en ese momento se desató. Apenas distinguía a su maestro entre las llamas.
Entonces, como si el mundo se detuviese haciendo homenaje al momento, en un silencio sepulcral se escuchó una última frase:
“Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…“.
No fue sólo una frase, fue una profecía que se cumplió. Era 19 de marzo de 1314.
***
Se encontró en la plaza de nuevo. Sentía una sensación extraña, mezcla de tristeza y melancolía. Tenía el anillo en uno de sus puños. Se arrodilló sobre su pierna derecha tal cual un caballero, haciendo el saludo en memoria de su maestro, y de todos sus hermanos. La gente que pasaba lo miraba sin entender. Sin querer el anillo lo había transportado a otro mundo para comunicarle cual era su misión. Como en una revelación, se dio cuenta de que era otro tiempo, otra vida. Pero seguía siendo un caballero y su deber era ayudar a los peregrinos que se cruzaran en su camino…
***
No hay comentarios:
Publicar un comentario