lunes, 29 de noviembre de 2010

Abundancia

Central Park

Juan se levantaba todos los días con un poco de frío resultado de su cama improvisada hecha con cartones, pero le encantaba tener vista al mar. La caña de pescar, era su única compañera. Algunos pensaban que la había robado, pero en realidad la encontró. Vivía de la caza y de la pesca.
Esa mañana había hecho mucho frío. No tenía ganas de ir a la costanera. Había mucho viento, prefería ir a cazar y ver que encontraba por ahí.
Caminó muchas cuadras, no le gustaba comer cosas de la basura, porque casi todo estaba en mal estado. Tampoco le gustaba pedir, pero muchas veces no tenía otra opción. Entró al bar de un amigo.
-                     Hola Juan. ¿Qué hacés tan temprano?
-                     Es que hace mucho frío y la cama está muy dura.
-                     ¿Querés algo de comer?
-                     Te mentiría si te dijera que no tengo hambre, pero no me gusta vivir de tu hospitalidad.
-                     No es nada, siempre quedan cosas de ayer, aparte vos muchas veces me ayudás con la limpieza.
-                     Gracias amigo.
-                     ¿Qué te pasó en la cara?
-                     Ahhh, no es nada, una caída tonta.
Se fue a un rincón a comer lo que le ofrecían, tratando de pasar inadvertido. No quería incomodar, sabía que su aspecto no era el mejor. Se fue más contento con el estómago lleno.

***

Fernando había nacido en cuna de oro, y hasta ahora todo había sido maravilloso en su vida. Tenía un apartamento, una novia linda y una camioneta cuatro por cuatro. De todas formas  hacía un tiempo que no se sentía a gusto y se culpaba por eso. No podía estar desconforme con todo lo que la vida le había regalado. El mayor de sus problemas era enfrentarse con el padre y con Pablo, su hermano. Pablo había sido buen estudiante y era abogado. A Fernando nunca le gustó estudiar demasiado, pero se había encargado de un área de la empresa del padre que estaba bien remunerada. Su hermano no se lo perdonaba. Al padre le tenía miedo y Pablo le resultaba indiferente. Entendía que había llegado hasta donde podía con la relación, y convivía con estos sentimientos. La vida para él, eran principalmente su novia y los otros objetos de lujo que lo rodeaban. No renegaba de todo eso. Le gustaba tener dinero. Pero entonces… ¿Por qué siempre tenía esa sensación de que le faltaba algo?

***

Fue de casualidad que se encontraron. Fernando iba muy apurado a ver a un cliente y se tropezó con Juan que se encontraba en la tarea de acomodar sus cartones. Prefería hacer esa tarea bien temprano para no molestar a nadie. Juan cayó y su rostro golpeó en una de las escaleras del edificio que eran su morada. Fernando quedó sobresaltado, el hombre tuvo mala suerte en su caída.
-                     ¿Señor se encuentra bien?
-                     Sí, muchas gracias - contestó sonriendo - hacía mucho tiempo que no lo llamaban así.      
-                     Disculpe iba muy apurado y no lo vi.
-                     No se preocupe muchacho, fue culpa mía, no se demore más.
-                     Pero tiene la cara sangrando, déjeme que lo lleve a algún lugar donde lo curen.
-                     Nooo, no se haga problema, no me gusta ir al hospital.
-          Entonces deje que lo lleve a su casa.
Juan largó una gran carcajada.
-                     Muchacho, es que ya estoy en mi casa, yo vivo acá.
Fernando se sintió incómodo por la respuesta, estaba tan alejado de la miseria de los demás, que se sintió avergonzado.
Mientras conversaban, Fernando tomó del brazo a Juan y lo ayudó a sentarse de nuevo en las escaleras. Le alcanzó un pañuelo para que se limpiara la sangre que le corría por la cara. Juan no se lo quería aceptar.
-                     Muchacho no estropee su pañuelo.
-                     Fernando, mi nombre es Fernando.
Tomó el pañuelo y se lo apoyó él mismo en la herida. Juan se dio cuenta que ese muchacho de nombre Fernando era un poco obstinado y no dijo más nada.
-                     ¿Se siente mejor?
-                     Sí, muchas gracias. No esperaba tanta amabilidad de alguien como usted.
-                     ¿Alguien como yo? - no pudo evitar sonreír ante el comentario.
-                     Sí, los de su clase nunca se detienen a mirar a los que andamos más abajo. Con todo respeto se lo digo. Usted parece diferente.
-                     No se crea que es así siempre, hay mucha gente que tiene dinero y es solidaria.
Trató de pensar en alguien, pero lamentablemente no lo encontró entre sus allegados. Pero supuso que así sería.
-                     ¿Hace mucho que vive acá?
-                     Sí, hace tanto que ya no lo recuerdo bien.
-                     ¿No tiene familia que lo cuide?
-                     Sí tengo, pero están en el interior, no sé nada de ellos hace años.
-                     Disculpe pero... ¿Cómo hace para vivir así?
-                     Todo fue pasando de a poco, no fui conciente. Un día me quedé sin trabajo, después ya no pude pagar más el alquiler… en fin.
-                     No puede vivir así, tendría que buscar a alguien de su familia que lo ayude. Que le de alojamiento al menos.
-                     Mi vida pertenece a la calle. Usted no me va a creer. Pero si no fuera por el invierno todo sería perfecto.
-                     ¿Perfecto?
-                     Sí, vivo al aire libre, disfruto de caminar cerca del mar. Me gusta mucho pescar. Converso con la gente. No ando apurado, porque nadie me espera. Puedo hacer lo que yo quiera en cualquier momento. Converso con los árboles, con los pájaros - le decía esto mientras miraba y señalaba el cielo - De noche las estrellas se ven de maravilla. ¿Sabía que la cruz del sur se ve todo el año?
-                     Sí, lo sé.
-                     No podría vivir así como viven los de su clase, corriendo para todos lados. ¿Sabe una cosa? A veces me quedo observando a la gente que pasa. Van todos con caras largas, corriendo atrás de vaya a saber qué. No me interesa nada de eso. Sí me gusta mirarlos, y ahí me doy cuenta de todo lo que tengo.
Fernando se quedó sin palabras mientras lo escuchaba. Se dio cuenta, que él era uno de esos de los que Juan hablaba, siempre corriendo atrás de los clientes.

-                     Muchacho, creo que se le va a hacer tarde conversando conmigo, siga con sus quehaceres. Seguro tiene mucho para hacer en el día de hoy, no pierda el tiempo conmigo.
-                     Está bien, no estoy perdiendo el tiempo, tenía que ayudarlo.
-                     Le agradezco mucho, ha sido muy amable.
-                     Si algún día nos volvemos a encontrar seguimos conversando.
-                     Sí, sería un placer para mí.
Juan se levantó y siguió acomodando su cama.
-                     Tengo que guardar bien el sitio, porque a veces me quitan el lugar, pero por suerte el cuidacoches de la esquina siempre corre a los ladrones de mi propiedad. Trato de dejar todo bien ordenado para cuando vuelva.
-                     ¿Y a dónde va a ir ahora?
-                     ¿Ahora? Bueno, voy a tratar de desayunar algo en lo de un amigo. Después iré a pescar si el frío me deja.
-                     Bueno…que tenga suerte con la pesca y cuídese la herida.
-                     Sí, no es nada, ya dejó de sangrar.
Fernando estiró el brazo para saludarlo. Juan no quiso despreciarlo, pero antes de darle la mano, se limpió en su traje viejo y arrugado.

Fernando se fue caminando despacio, ya casi se había olvidado a donde se dirigía. Comenzó a mirar con detenimiento a la gente que se cruzaba como lo hacía Juan. Muchos caminaban con la mirada perdida, como buscando algo. No quería ser uno de ellos. Se detuvo al lado de un árbol de la calle. Los rayos del sol penetraban por las ramas haciendo reflejos de colores. Se corrió para quedar parado en frente al sol. Cerró los ojos y se quedó contemplando la combinación de amarillos, naranjas y rojos que llegaban a él. No se acordaba de lo lindo que era esa sensación sobre su cara. Siguió caminando, comenzó a silbar bajito.
-                     Creo que hoy me vuelvo caminando a la empresa.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Descofianza y locura

Foto que saqué cuando estuve en el desierto de Atacama. ¡Hermosa luna llena!





Fue en la mañana de ayer que decidí entregarme en jefatura, la camioneta era mía. Nadie me creería. Pero era cierto, no la había robado. Por eso me estaban buscando. El miedo pudo más que todo y me fui corriendo como un tonto. Seguro que había perdido todos los papeles entre la confusión. Es que la rabia que sentí en ese momento me nubló por completo. Pensar que iba tan contento a visitarla. Estaba muy feliz porque después de tanto ahorrar había podido comprarme la camioneta. Todo era perfecto, porque también me serviría para trabajar en el reparto y dejar el kiosco. Ya estaba aburrido de las mismas frases todos los días. “¿Me da un cinco de oro sorpresa? Es el regalo del día del abuelo, sabe, bla bla bla”… ¡A mí que me importa el cinco de oro, si era para el abuelo o el primo! Estaba cansado de escuchar las mismas conversaciones monótonas todos los días. Mi única esperanza era abandonar ese lugar. Con el reparto por lo menos el que decidía cuando irse era yo. Pensaba que mi vida iba a cambiar, pero todo se había derrumbado en dos minutos. ¿Y quién va a pagar por este destrozo? ¿Quién paga los daños de un amor roto? No podía creer lo que había visto. Estaba con otro sí. Lo vi con mis propios ojos. Me costó mucho aceptarlo pero las pruebas estaban a la vista. Si no  ¿Quién podría estar en la casa a esa hora? Preferí huir antes que enfrentar la situación. Fue ahí seguramente cuando perdí todo. Para colmo eso, me quedaría sin amor y sin camioneta.
Todo había acabado para mí. Justo ahora que la estaba entendiendo un poco más.
A mi me fascinaba caminar por la noche y mirar las estrellas pero a ella nunca le gustó la oscuridad. Pensaba que allí crecían animales fantásticos y que algún día vendrían por ella. Por eso mismo la cuidaba como a una niña, y ahora me engañaba de esta forma. Tenía una mente muy fantasiosa, a veces pensaba que estaba loca. Pero su locura como toda locura tenía su encanto. Una noche me dijo con la mirada perdida: “La luna, epicentro de augurios amorosos y hombres lobos”. Yo reí, pensado que estaba hablando en broma, pero luego me di cuenta que lo decía en serio. Entonces la abracé con fuerza, era lo único que podía hacer, brindarle mi amor y mi comprensión.
Una vez ya no pudiendo más con sus delirios le dije:
-           ¡Basta de fantasía! ¿Cuándo vas a crecer? ¡No existen los hombres lobos! ¡Nadie te va a lastimar! ¡Ese mundo en el que vivís no existe!
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Había visto desilusión en su mirada cuando se lo dije. Pero no podía protegerla más, tenía que despertarla.

Y ahí estaba yo sentado en la comisaría, esperando. Por lo menos no me habían detenido cuando me presenté, eso ya era un buen comienzo. Seguro que ahora me harían un montón de preguntas con respecto a esos papeles que habían encontrado. Si no ¿Por qué me estaban buscando?

-           ¡Fabián, estás acá! ¡Qué suerte que apareciste! Te estábamos buscando. ¿Qué es lo que te pasó? Mi amor que lindo, se hizo realidad tu sueño. Te compraste la camioneta que querías, ¿verdad?
-           ¿Y vos cómo sabés todo eso?
-           Es que ayer por la noche, vino un muchacho a verme a casa. Casi no le abro la puerta porque era muy tarde, pero me insistió tanto…
-           ¿Si? ¿Quién era? ¿Qué quería?
-           Un muchacho muy amable, se llamaba Pablo me dijo. Encontró unos papeles de una camioneta que estaban a tu nombre, y entre esos papeles había una tarjeta con mi dirección. Al principio no entendí nada porque yo sabía que no tenías ninguna camioneta. Pero después de mirar los papeles no había duda que era tuya. Así que me supuse que la habías comprado. Te estuve esperando toda la noche con los papeles, después que el muchacho se fue. Me empecé a preocupar. Llamé por teléfono a tu madre pero no sabía nada de vos. Estaba muy asustada pensando que quizá te hubiera pasado algo. Fue ahí cuando llamé a la policía por eso te andaban buscando. La noche es tan peligrosa, imaginate si te agarra un hombre lobo. ¡Justo hoy es luna llena! ¡Fabián!
-           ¿En serio? ¿Ese muchacho no estaba contigo anoche? Pero…entonces…
-           ¿De qué estás hablando? ¿Qué muchacho? ¡Es luna llena Fabián, tenemos que irnos rápido de acá!

martes, 23 de noviembre de 2010

Una pila de cadáveres

Esta historia fue publicada en la revista de cuentos: "Para leer bajo el sol".

Parroquia "San Antonio de Padua" de Capilla del Monte, Córdoba.
 
Hacía días que se despertaba mal, sobresaltada, con un dolor en el pecho. Siempre era el mismo sueño. Corría, se caía y volvía a levantarse mil veces.  Su ropa hecha harapos. El rostro sucio de barro y sangre. Luego se despertaba. Un día el sueño continuó. De tanto correr, las piernas se le doblaron y no pudo levantarse. Miró hacía atrás y lo que vio la horrorizó. A lo lejos se veía una pila de cadáveres, una montaña de personas a las que no les distinguía el rostro. El sueño finalizó, y al despertarse entendió el motivo por el cual corría de esa forma, la imagen era aterradora.
Todos los días se acostaba pensando en que no quería volver a ese lugar, y siempre regresaba. ¿Qué significaba ese sitio? ¿Por qué la obligaban a volver todas las noches? ¿Qué podía hacer? Se le ocurrió una idea. Iría a lo del padre Ignacio. No iba mucho a la iglesia, últimamente el cura le había parecido una persona muy buena. Si bien nunca había hablado con él en persona, le inspiraba confianza.
Se levantó temprano, estaba contenta, sabía que ese día encontraría una solución.
Subió las escalinatas y entró por la puerta derecha. La iglesia estaba vacía. Como no iba muy seguido, no sabía los horarios de las misas. Caminó despacio. Se detuvo frente al altar principal y observó a Jesús en la cruz. Mientras rezaba un frío intenso le recorrió la columna. Ese lugar la desconcertaba, estaba oscuro, lúgubre, pero no le daba miedo. El olor a incienso era agradable y la tranquilizaba. Siguió caminando y salió por la otra puerta, completando así el recorrido. Tendría que esperar a que comenzara la misa para hablar con el padre Ignacio. Estaba nerviosa. Se sentó en las escaleras observando a la gente que pasaba.
Al rato de estar sentada vio que el padre Ignacio se acercaba.
-                     ¡Padre Ignacio! ¡Padre Ignacio!
-                     Buenos días - contestó desconcertado, no reconocía quién le hablaba.
-                     Hola padre, soy Leticia la hija de Magdalena. ¿Se acuerda de mí?
-                     Oooh sí, me acuerdo. ¿Cómo se encuentra tu madre? ¿Está bien?
-                     Sí padre, está bien, no he venido por ella.
-                     ¿En que te puedo ayudar hija?
-                     Tendría que hablar con usted un momento. Me está pasando algo hace un tiempo y no tengo a quién comentárselo. No quiero preocupar a mi madre.
-                     La misa empieza dentro de una hora, tenemos algo de tiempo para conversar, pasa.
Entraron a la iglesia. Luego de cruzarla ingresaron por una pequeña puerta al costado de uno de los altares menores. Recorrieron un pasillo oscuro que desembocó en un cuarto a modo de despacho. Dentro de él había un escritorio y dos sillas, al fondo una biblioteca, estaba todo arreglado con sobriedad.
-                     Siéntate hija y cuéntame que te sucede.
Leticia pasó a explicarle al padre lo que le pasaba. Cuando terminó su relato, él la miraba serio.
-                     ¿Y desde cuando te sucede esto?
-                     No lo recuerdo, al principio fue sólo un sueño, cuando quise acordar me sucedía todos los días.
-                     Quizá haya algo que te preocupa, algo que te tiene mal…
Leticia hurgaba en su mente en busca de respuestas pero no encontraba nada. Su vida no era perfecta pero se podía decir que todo estaba normal en ella. Tenía un trabajo aceptable, su casa era humilde, pero el sueldo le alcanzaba para ella y la madre.
-                     No sé padre, no se que pensar, no tengo nada que me preocupe.
-                     Entiendo, déjame ver, rezaré por ti esta noche, estate atenta.
-                     ¿Atenta?
-                     Sí, has venido hasta acá, eso es bueno, estás buscando respuestas. A mucha gente le suceden cosas, pero siguen su vida sin percatarse de nada. Dios te va a ayudar. Las respuestas están en ti, sólo tienes que buscarlas.
Leticia no estaba muy convencida, deseaba una respuesta rápida. No quería pensar más. ¿Sería cierto lo que le decía el padre? Si así era tendría que averiguarlo.
-                     ¿Ese sueño padre, significa algo?
-                     Eso sólo tú lo sabes, no puedo decirte más, piensa, y reza.
El padre le dio un beso en la frente y se retiró, ya casi era la hora de la misa.
Pasaron los días, las pesadillas siguieron. Ya cansada una noche se decidió a terminar con todo. Antes de dormir rezó, le pidió a Dios que la acompañara a donde iba, que no la abandonara. Le rogó al Arcángel Miguel que la protegiera con su espada. Se acostó en paz.
Se despertó en el medio de la noche, no estaba en su cuarto. Había gente corriendo por todos lados. Le extrañó que no vistiera harapos como otras veces. Tenía un vestido azul brillante. Se sentía protegida por él. Otra vez la misma sensación que había sentido en la iglesia, un frío le recorrió la columna. No se asustó, al contrario, sintió más fortaleza. Sabía que detrás de ella estaban todos sus miedos. Se dio vuelta con los ojos cerrados. No quería mirar, pero tenía que enfrentarlo. Abrió los ojos con lentitud y ahí estaba la pila de cadáveres. Cuando se fue acercando, comenzó a reconocer los rostros. Todos esos rostros eran ella misma, cuando era niña, cuando fue adolescente. Todos eran diferentes aspectos de ella. No le dio temor porque estaba decidida. Sentía una fuerza irreconocible. Estaba cada vez más cerca. Mientras caminaba observó que en su mano derecha tenía un puñal de plata. Lo apuntó hacia el cielo. Se le ocurrió una frase:
“Señor hoy voy a terminar con mi vida y comenzaré otra, dame el poder para ser yo misma”
Del cielo salió un rayo hacia el puñal, Leticia apuntó con él a la pila de cadáveres y una energía luminosa hizo que se incendiara todo. Sintió un dolor en el pecho, estaba perdiendo cosas,  y eso le dolía.
Dejó el puñal a un lado, y se encontró de nuevo en el medio de la habitación de su cuarto ya sin su vestido azul. Se desmayó.
-                     ¡Leticia! ¡Leticia! ¿Qué te pasa? ¿Escuché un grito?
-                     Nada mamá, me levanté al baño y me resbalé. Andá a dormir no me pasó nada, fue sólo una caída.
-                     ¡Uy! ¡Qué susto me diste, hija! ¿Seguro que estás bien?
-                     Sí mamá estoy bien, no te preocupes.
Leticia se metió en la cama y la madre se fue a su habitación.
Durmió placidamente y no soñó con nada.
Cuando despertó, miró por la ventana, el sol brillaba. Se sentía feliz.
Creía haber entendido lo que tenía que hacer. Su vida estaba muy monótona, ya casi ni se arreglaba, no salía. Sólo iba a su trabajo. Había dejado sus lecciones de música.
-                     ¡Mamá, mamá!
-                     ¡Pero Leticia, qué te pasa!
-                     ¿Dónde están mis cuadernos de música?
-                     ¿Tus cuadernos de música? mmm… Supongo que en alguna caja en el altillo, es que como ya no los estabas usando…
-                     Subió corriendo las escaleras a buscarlos.
Magdalena no entendía mucho, estaba sorprendida. Pero le dio mucha alegría que Leticia fuera a buscar sus cuadernos. Hacía mucho tiempo que no le veía el rostro con tanta vida. Nunca le había dicho nada, pero estaba preocupada por ella. Su hija había dejado todas las cosas que le gustaban y sólo se había dedicado a trabajar y a ordenar la casa. Un cambio se había producido en ella.
Leticia levanto la tapa del baúl. Buscó entre ropa vieja y fotos antiguas los apuntes. Sus dedos rozaron algo filoso en el fondo. Se dio cuenta de inmediato que era el puñal que la había salvado la noche anterior. Ahora sabía que algunos sueños eran más reales que la propia vida.
-                     ¡Mamá! ¡Mamá! Encontré todo en el baúl de la abuela. ¡Tengo muchas ganas de tocar el piano como antes!
En la casa una hermosa melodía sonaba. Leticia tocaba el piano entusiasmada. Magdalena secaba los platos con una sonrisa.
Leticia sabía que una fuerza misteriosa la había asistido, sus rezos no habían sido en vano. A partir de ahora le haría más caso a los sueños, y de una cosa estaba segura, jamás volvería a soñar con una pila de cadáveres.


lunes, 22 de noviembre de 2010

El yunque

No me hago responsable de lo que hagan luego de leer este cuento...


Se despertó. Sintió que algo le pesaba en el brazo derecho. Quería llegar a la mesita de luz para ver que hora era, pero algo se lo impedía. No podía levantarse. El peso era demasiado. Miró hacía la derecha y pudo entender un poco mejor. Un gran yunque estaba atado a su muñeca con una cadena.
Tenía que ir a trabajar con o sin yunque. Así que hizo un gran esfuerzo para incorporarse. Le costaba vestirse. ¿Cómo se pondría la camisa? Se le ocurrió una idea. Tomo la camisa más vieja y la cortó a lo largo de la manga. Una vez puesto el brazo, la volvió a cocer. Por suerte había encontrado aguja e hilo cerca. La camisa ya estaba, le quedaba el resto. Los pantalones y lo demás resultaron más fáciles.
Ni pensar en el desayuno. Entraba a trabajar a las ocho. Se había atrasado un poco, pero igual estaba a tiempo.
Tomó el portafolio y salió a la calle. ¿Qué  diría la gente cuando lo viera? No tenía tiempo de pensar en eso. Caminó unas cuadras hacia la parada del ómnibus. Vio que se aproximaba y corrió para tomarlo. Con mucho esfuerzo subió y se ubicó en un lugarcito donde no molestaba a nadie. Estaba muy agitado, el corazón le salía del pecho. Para su asombro nadie lo miraba raro, así que se quedó más tranquilo.
“¡Qué cosa tan incómoda este yunque! ¡Todavía, con todo el trabajo pendiente que me  espera!”
Por fin llegó a la oficina. Le resultó extraño que todos lo saludaran de forma normal, pero se sintió aliviado. No tenía ganas de dar explicaciones. Principalmente, porque él no las tenía. Cuando tuviera tiempo pensaría que significaba ese yunque, ahora no podía.
Tenía un montón de papeles en su escritorio. Ya lo habían amenazado, con que debía dejar todos los expedientes prontos para ese día. Preocupado, no pudo disfrutar del fin de semana, y apenas durmió.
Las horas pasaron. A pesar del yunque y trabajando con una sola mano, terminó todo. Se sintió satisfecho, aunque no salió ni siquiera a comer. Pero su esfuerzo había valido la pena.
Fue a la oficina del jefe y le informó que ya había terminado.
-         ¿Si, seguro que terminó Ramírez?
-         Sí señor.
-         Déjeme todo en el escritorio que lo voy a revisar.
Por lo menos le daría el tiempo para tomar un cafecito antes de irse. Se le había pasado la hora del último ómnibus que lo llevaba de regreso a su hogar. Nadie lo podía llevar, todos sus compañeros de trabajo se habían marchado. Así que tendría que irse caminando. ¡Con el yunque a cuestas! Su cuerpo no lo soportaría. Le dolía mucho la mano. Lo único que lo alentaba, era que había terminado satisfactoriamente su tarea. Luego vería como se libraba del yunque.
Estaba tomando el café, y un grito ensordecedor le hizo casi tirar la taza.
-         ¡Ramírez que ha hecho! ¡Esto está todo mal!
-         ¿Cómo señor? No lo entiendo.
-         ¿No se acuerda lo que hablamos el otro día en la reunión?
-         Sí señor, lo recuerdo, todo fue debidamente considerado.
-         ¿Pero no le avisaron de los últimos cambios?
Sintió que la vista se le nublaba. Veía a su jefe moviendo los labios pero no llegaba a entender que decía, ya no lo escuchaba. Se imaginó lo que había pasado. Otra vez, como otras tantas veces, no le habían informado de algún cambio de último momento. Le entró la desesperación. Un sudor frío le corrió por el rostro. Quiso levantar la mano derecha para desabrochar la corbata pero la tenía atorada. Estaba a punto de desmayarse.
Lo despertó la secretaria del jefe.
-         ¡Juan!  ¿Qué te pasa? ¿Te dormiste?
Estaba desplomado es su escritorio, en medio de una montaña de expedientes. Miró el reloj. Eran las dos de la tarde. ¡Se había dormido! Ya no terminaría el trabajo para ese día.
Miró hacia su brazo derecho y no vio al yunque, había desaparecido. Igual le costaba mover el brazo, porque le había quedado aplastado junto con su mano, bajo el gran peso de todas esas malditas carpetas. Se miró la muñeca, estaba libre. ¡Libre al fin!
Se levantó de un salto y le dio un beso a María. Ella no entendía nada.
-         ¿Qué te pasa? ¿Te volviste loco? ¿Terminaste todo lo que tenías que hacer?
-         No, no lo terminé, y tampoco lo voy a terminar – le contestó con una amplia sonrisa.
María seguía hablando, pero él no la escuchaba. Tomó su saco y se dirigió a la puerta. Se sentía liberado. ¡Ya no tenía el yunque en su brazo! ¡Qué más podía pedir!
Antes de cerrar la puerta gritó:
-         María, mañana no me esperen, y pasado, tampoco.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Presentación del libro: Escritores de medio tiempo

Fotos de amigos y compañeros del taller literario en el día de la presentación.
¡Gracias a todos por haberme acompañado! 








jueves, 18 de noviembre de 2010

El caballero



Se había levantado cansado y sin ganas de hacer nada. Salió a caminar. Buscaba algo, pero no sabía qué. Llegó a la plaza donde todos los vendedores de antigüedades exponían sus objetos. Algunos de ellos muy viejos y en mal estado.
Caminaba absorto entre las mesas de ofertas buscando algo que le llamara la atención. Se detuvo frente a un anillo que tenía labrado una extraña cruz. Al tomarlo entre sus manos, se le nubló la vista, entonces la plaza ya no era más la plaza. Todo se transformó y se encontró en otro lugar muy lejano.

***

Cabalgaba velozmente, era tarde, no llegaba a tiempo. Llevaba consigo su espada, que lo golpeaba con dureza en una de sus piernas, pero no le importaba el dolor, porque ella era toda su fortaleza. La única compañía en ese momento.
El caballo galopaba rápidamente incitado por los gritos desesperados de su amo. La capa blanca lo cubría con un aire majestuoso. La cruz  roja labrada en ella lo delataba y llamaba la atención, pero no le importaba correr el riesgo, porque sentía que era su deber.
Había estado mucho tiempo escondido. No era prudente que lo vieran. Su vida corría peligro. Sabía que estaba cometiendo una locura, pero no podía evitarlo. Quedaba poco tiempo, lo presentía.
En el camino se cruzó con gente que al verlo se apartaba, por miedo o respeto a su investidura. Ya no se veían muchos caballeros desde que el rey se había puesto en contra de la Orden.
El humo se veía a lo lejos. Se acercaba a la ciudad, el corazón le latía fuerte. Sintió mucho miedo pero no se echaría atrás. Sabía que no podía hacer nada más por su maestro. Tan solo acompañarlo en sus últimos momentos y luego volver a huir.
Tanto su maestro como él no le temían a la muerte, porque sabían que sólo era otro comienzo, y que siempre se reencontrarían.
Entró a la ciudad, se aproximó a la plaza principal. En las puertas no había ningún soldado del rey, estaban todos rodeando la Catedral de Notre Dame. El evento era muy importante. La catedral se veía majestuosa, increíble que se eligiera ese lugar para tremenda infamia.
El humo de la hoguera era su aliado, su caballo como si conociera el peligro, apenas hacía ruido y se abría paso entre la muchedumbre que se acercaba a observar el ominoso espectáculo.
Era como si toda la orden lo acompañara con su vigor. Nadie lo veía. Parecía invisible. Sabía que Dios y todos sus hermanos Templarios estaban con él y lo protegían. Se acercó un poco más. La hoguera ardía animada por el viento que en ese momento se desató. Apenas distinguía a su maestro entre las llamas.
Entonces, como si el mundo se detuviese haciendo homenaje al momento, en un silencio sepulcral se escuchó una última frase:
Clemente, y tú también Felipe, traidores a la palabra dada, ¡os emplazo a los dos ante el Tribunal de Dios!… A ti, Clemente, antes de cuarenta días, y a ti, Felipe, dentro de este año…“.
No fue sólo una frase, fue una profecía que se cumplió. Era 19 de marzo de 1314.

***

Se encontró en la plaza de nuevo. Sentía una sensación extraña, mezcla de tristeza y melancolía. Tenía el anillo en uno de sus puños. Se arrodilló sobre su pierna derecha tal cual un caballero, haciendo el saludo en memoria de su maestro, y de todos sus hermanos. La gente que pasaba lo miraba sin entender. Sin querer el anillo lo había transportado a otro mundo para comunicarle cual era su misión. Como en una revelación, se dio cuenta de que era otro tiempo, otra vida. Pero seguía siendo un caballero y su deber era ayudar a los peregrinos que se cruzaran en su camino…

***

jueves, 11 de noviembre de 2010

Cartelitos amarillos...


“Juani, no te olvides amor…”
Así decía el cartelito la primera vez que lo encontré, pegado al espejo del ascensor. Estaba escrito en uno de esos papelitos de oficina, con adhesivo arriba y de color amarillo. ¿De qué cosa  no se tiene que olvidar? – me pregunté con un poco de curiosidad. Estaba apurado así que no me detuve demasiado y seguí rumbo a la oficina.
Cuando volvía del trabajo, con la chaqueta en la mano y la corbata en el bolsillo, otro cartelito amarillo en el espejo del ascensor: “No me olvido”, esta vez no iba dirigido a nadie. La letra no era tan prolija como la del cartelito anterior. Lo más probable era que el otro mensaje lo hubiera escrito una mujer.
¿Qué clase de comunicación es esa? ¿Esta gente no se ve nunca? Y yo que me quejo de los que le escriben un mail al compañero de trabajo que está en la silla de al lado. Este mundo está cada vez peor – me dije.
Me fui a dormir pensando que por lo menos se dejaban cartelitos, algo es algo.
Al otro día otra vez la misma historia. “Gracias Juani, hoy me toca a mí.”
Está bien, ahora le toca a ella, pensé.
Tengo que levantarme más temprano, para ver quién pone ese cartel. No, demasiada obsesión. ¡Qué me importan a mí después de todo, esos estúpidos mensajes! O quizá tengo que regresar antes del trabajo para ver cuando ponen el mensaje de la tarde.
Uhhh, no, esto es demasiado.
Mi cabeza estaba a punto de estallar. Entré al apartamento dejando todo tirado, una buena ducha me quitaría la obsesión. Mientras me duchaba pensaba: Si se dejan mensajes, seguro que uno de los dos trabaja de noche. ¿Pero por qué dejan los mensajes en el ascensor? Sería más fácil, dejarlos en la mesa del comedor. Entonces la otra posibilidad es que vivan en el edificio pero en distintos apartamentos. Sí, era eso.
Dormí medio mal. Soñaba que estaba en carnaval. La gente festejaba en las calles. Todos estaban tirando papelitos amarillos. En eso, tiraron uno que se fue agrandando, hasta quedar del tamaño de un mantel. Era un papel amarillo gigante, me atrapaba debajo de él y yo no podía respirar. Me desperté sobresaltado enredado en la sábana. Me estaba volviendo loco.
Me levanté de mal humor. Se me había hecho muy tarde, no llegaría en hora. Subí al ascensor ya anticipando con lo que me iba a encontrar. Sin embargo no había nada. Ningún mensaje. Miré el piso, esperando encontrarlo tirado, pero nada. Ese día no había cartelito. ¿Qué raro, no?
Pasaron los días sin mensajes pegados en el espejo.
¿Se habrían peleado? Quizá otra pareja que se separa, después de todo era lo más frecuente hoy en día.
Me estaba olvidando de los papelitos y de mi obsesión por ellos. No tuve más pesadillas tampoco. Subí al ascensor. Generalmente desde el cuarto piso a planta baja viajaba solo, pero esta vez el ascensor traía compañía. Una muchacha venía en él. Su aspecto no era muy bueno. Tenía los ojos brillosos, parecía que había llorado. En ese momento pensé que podía ser la chica de los mensajes.
Se peleó con el novio, por eso está llorando y ya no había nada más entre ellos, ni unos miserables cartelitos.
Di muchas vueltas en la cama, otra noche de mal sueño. Me traje unos papelitos amarillos robados de la oficina. Me levanté más temprano, no quería que nadie me viera, mi intención era interceptar a la chica para que pudiera luego encontrar mi mensaje. Estaba un poco nervioso, como un niño que iba a hacer la travesura de su vida. Antes de salir del apartamento escribí tratando de imitar la letra: “Te extraño.” Subí al ascensor y pegué el papelito. Ojalá mi brillante idea sirviera para algo.
Me apuré en terminar el trabajo, salí antes de la oficina. Quería ver cual era la respuesta.
No había mensaje.
¿Habré llegado muy temprano?
Me quedé en el hall del edificio esperando a no sé quién. Entró un muchacho bien parecido. Sí, seguro que es él, el novio de la muchacha
Antes de que se cerrara el ascensor subí corriendo. Se bajó en el segundo piso y no pegó nada. En una de esas le había dado vergüenza pegar el papel en frente de un desconocido. Creo que no pude hacer nada por la pareja  –  me dije afligido.
Pasaron los días. No me metí más en asuntos que no eran míos. Ya había hecho el intento. Luego de varias semanas, cuando regresaba del trabajo y ya sin esperanzas, sentí de pronto una gran emoción al verlo. Sí, ahí estaba. ¡Un papelito amarillo! En el mismo lugar de siempre. “Te quiero” – decía. ¡Qué gran satisfacción! ¡Lo había logrado! ¡Se habían reconciliado! Entré al apartamento sintiéndome un poco tonto.
¿Por qué me alegraba tanto?
Al otro día, al subir al ascensor me encontré con la muchacha de nuevo, ni me miró. Sonreía sola y llevaba una flor en la mano…

martes, 9 de noviembre de 2010

Otra forma de ver...


Se había acostumbrado a ver de una forma diferente. Cuando lo contaba, la mayoría de las veces no le creían. Sí, él era ciego, pero eso no le impedía ver. Ya estaba viejo para discutir, así que no se molestaba en dar explicaciones. ¿Cómo explicar que él miraba por dentro a la gente? Nadie lo entendería. Eso sí, se asombraban cuando lo escuchaban hablar, porque les decía a muchos unas cuantas verdades. No entendían que él percibía mucho más que los demás. Él no veía con los ojos, veía con el alma. Cuando una persona se le acercaba, conocía sus sentimientos y emociones. Si era bueno, si se podía confiar. Veía a todos como pequeñas luces, y dependiendo de su color las catalogaba. Si la luz era rosada era una persona muy buena, con mucho amor. Si era roja no era de fiar, pues tenía mucho odio en su corazón. No había tenido la suerte de encontrarse con los de luz violeta. Los que tenían esa luz eran elegidos, y nunca se cruzaba con ellos. Se había conformado con conocer a los de luz amarilla. Eran personas con mucha energía, siempre dispuestos a ayudar y a brindarse a los demás.
Nadie entendía como conocía los colores si nunca los había visto. Él contaba que en su infancia, un ángel se le había aparecido y le había enseñado su significado.
Era ciego desde niño, pero eso no le había quitado la alegría de vivir, se había acostumbrado. No había tenido muchas oportunidades en la vida, debido a su condición, ciego y con una familia muy pobre. Las pocas veces que la fortuna lo acompañó fue castigado. Una vez le regalaron un número de lotería y ganó. Pero cuando tuvo el dinero, se comportó con mucha codicia y lo perdió todo en una semana. Por eso prefiere ser pobre, porque sabe que su corazón es la de un hombre avaro. Se pregunta muchas veces que luz tendría su alma, pero sabe que la mezquindad es su gran defecto y es lo que le impide ser violeta.
Una vez estaba sentado en una plaza y una señora se le acercó. Notó la presencia por su llanto pero no por su luz. Se estremeció al comprobar que su alma estaba apagada ¿Qué le habría pasado a esa señora para estar así? Se sintió muy mal porque no la había podido ayudar, como no veía su luz la señora se alejó sin que él se diera cuenta. Ahí entendió, que las personas tristes, no tienen fuerza para que se encienda la luz de su alma. Se quedó desconsolado. A partir de ahí, trató de esforzarse para ver más allá de las luces.
De todas formas no todo fue tan malo, un día iba caminando por la calle y vio una luz violeta muy brillante. Una mezcla de sorpresa y alegría lo invadieron. Comenzó a perseguirla pero no pudo alcanzarla, y la perdió de vista. Entonces, cuando ya regresaba a su casa decepcionado por el desencuentro, dando vuelta la esquina se topó con ella. Era una niña, con una voz muy dulce que le preguntó:
-    ¿Necesita ayuda, señor?
-    No niña, muchas gracias.
-    ¿Quiere un caramelo? Los acabo de comprar.
Hubiera querido hablar más con ella, pero fue tal la sorpresa que no le salieron las palabras. Aceptó el caramelo y la niña se alejó sonriendo. No tuvo tiempo de decirle nada. Pero ese día se dio cuenta que había estado equivocado. Que no era necesario ser un gran iluminado para ser violeta, que bastaba con la inocencia y la dulzura.

En la rambla...

Este cuento fue publicado en la revista: "Para leer bajo el sol" el año pasado con mis compañeros de taller literario.

Foto de la rambla desde el balcón de mi casa

Era un día como cualquier otro. Fui a la rambla a leer, tomar mate y disfrutar el sol de la tarde. El libro que estaba leyendo era algo difícil. No lograba concentrarme en la lectura. Cambié de posición varias veces, sin lograr resultados. Al final opté por quedarme simplemente observando el mar. Unos pájaros cruzaban el cielo, nada fuera de lo común. Me compenetraba con su vuelo. En un momento sentía que volaba. Me acercaba y me alejaba del mar haciendo acrobacias. El viento soplaba en mi cara. La altura me provocaba un poco de vértigo. Mirar el mar de esa forma era extraño. Nunca lo había visto con los ojos de los pájaros. Seguía volando, iba más lejos aún, hasta un antiguo faro abandonado. Me estaba alejando demasiado y quise volver. Cuando regresaba me veía desde lo lejos, sentada en la rambla frente al mar con un libro en la mano. Continuaba el vuelo. Me llamaban la atención las rocas y el mar embravecido rompiendo contra ellas. Me convertía en el mar. Ahora era él. Los rayos del sol me traspasaban formando reflejos de colores. Trataba de llegar a las rocas con gran empeño y casi con furia. Así continuaba hasta sentirme agotada por el esfuerzo. Luego era la roca a la que las olas golpeaban. Sus movimientos no me hacían daño, todo lo contrario, parecían suaves y delicadas caricias. Veía como se esforzaban en llegar, y después de cumplir la tarea, se retiraban  y regresaban una vez más. Entonces observaba un pequeño pedazo de madera que flotaba. Me convertía en él e iba a la deriva. Otra vez sentía las olas, pero diferente, ahora jugaban conmigo. Me llevaban de un lado al otro y yo giraba contenta. Con mucho afán trataba de ir al son de sus movimientos. Debajo de mí el mar me provocaba una gran inquietud. Por momentos me daba un poco de miedo, él tan inmenso y yo ahí tan chiquita. Iba y venía sin rumbo, flotaba y me deslizaba hacia todos lados, y las rocas…las rocas ya estaban lejos. Sentí un poco de frío y el viento en mi cara, abrí el libro y continué la lectura.

Escritores de medio tiempo

Con mis compañeros de taller este año sacamos un libro. Se llama "Escritores de medio tiempo". Y ¿saben por qué? Porque esos somos, tal cual. Entre las muchas actividades que realizamos a diario, tenemos nuestro ratito, nuestro espacio para escribir. Y nos gustaría que ustedes tengan también un ratito, un espacio para leernos... y para acompañarnos.



lunes, 8 de noviembre de 2010

Le encantaba el café

Este cuento lo escribí para un un concurso donde el tema del cuento tenía que ser el café. No gané nada. Pero de todas formas me gustó escribirlo, porque todos saben que a mi también me encanta...


A ella le encantaba el café, era lo que recordaba, mientras con la cucharita golpeaba la taza. Después de un rato de revolver se dio cuenta que no le había puesto azúcar.
Buscó el azucarero pero no lo encontró. Llamó a la moza.
-          Si señor. ¿En que lo puedo ayudar?
-          Se olvidó de traerme azúcar.
-          Discúlpeme, enseguida se la alcanzo.
Volvió al rato con un azucarero que había sacado de otra mesa.
-          Aquí tiene, discúlpeme.
-          No es nada, gracias.
Le puso dos cucharitas de azúcar y siguió revolviendo. Prefería ponerle más, pero se lo preparó como a ella le gustaba. Mucha azúcar no era aconsejable. Así se lo había dicho una vez.
Salió del bar y estuvo caminando por largo rato. Todavía seguía sintiendo el olor al café. No recordaba de ella ningún perfume. ¿Usaría perfume? Tendría que haber prestado atención. Salió corriendo.
Tocó timbre, no respondía nadie. Al rato se asomó una chica.
-          Decime. ¿Ángela usaba perfume?
-          Me despertás a estas horas para preguntarme eso. ¿Estás borracho?
-          No, sólo tomé un café.
-          Pasá.
Pedro subió al apartamento.
-          ¿Querés un café?
-          No gracias.
-          ¿Por qué me preguntabas si Ángela usaba perfume?
-          Es que estuve largo rato en el bar tomando un café. Me puse a pensar y no pude recordar que perfume usaba, o si usaba perfume. Cuando pienso en ella sólo recuerdo el aroma al café.
-          Si es así está bien, ella adoraba su perfume.
-          Si pero no puede ser que no usara perfume. A todas las mujeres les encantan los perfumes. Trato de recordar y no puedo.
-          No te obsesiones por esa pavada. A Ángela no le gustaban los perfumes.
-          ¿No?
-          No, no usaba. Por eso, si te acordás del aroma del café está bien.
-          No me perdonaría nunca si ella usaba algún perfume y yo nunca le presté atención a eso.
-          No quieras acordarte de cada detalle.
-          Sí, tengo que recordarlo, es lo único que me queda,  tengo que esforzarme por recordarlo todo.
-          Te vas a enloquecer.
-          Si puede ser, pero es lo único que me sostiene en este momento.
-          Andá a dormir, no estás bien.
Pedro se fue a su casa.
Pobre Pedro, seguro que lo vuelven a encerrar. Pensaba con tristeza su amiga.
No lo volvió a ver.
***

Ángela se había desvelado, no sabía como continuar con el cuento. Tenía que terminarlo para ese día. Si no lo hacía, no llegaría a tiempo para que lo publicaran.
Caminaba pensativa, después de un rato entró a un bar cualquiera. Tomaría un café mientras examinaba sus ideas. Al entrar enseguida supo que el aroma del café la inspiraría. Respiró profundo, le encantaba el café.
-          ¿Señorita, qué le sirvo?
-          Un café por favor, gracias.
En la mesa de en frente un muchacho leía un libro. Trataba de adivinar que leía pero no llegaba a entender, no estaba lo suficientemente cerca como para ver el título.
-          Es un libro sobre los sueños.
El muchacho había levantado la vista y había notado que ella lo observaba.
Ángela no pensó que él le hablara.
-          ¿Y es interesante? – lo preguntó por cortesía.
-          No, la verdad que no, pero me lo regalaron. Es un poco difícil. Habla de los sueños. ¿Para vos esta  conversación es real o es sólo un sueño?
-          Bueno… no sé, supongo que es real, aunque los sueños siempre parecen reales  mientras uno está soñando…
En ese momento el mozo se acercaba con el café.
-          ¿Cuál es tu nombre?
Ángela no pretendía seguir con la conversación, pero tampoco quería ser desconsiderada.
-          Me llamo Ángela.
Luego bajó la vista y siguió sumergida en sus papeles. Quizá se canse y no me hable más.
-          Yo me llamo Pedro.
¿Pedro? Se llama Pedro, igual que el protagonista de mi cuento.
-          Encantada.
-          Igualmente. ¿Te molesta si me siento contigo?
-          Disculpame pero…
El chico se acercaba taza en mano y ella no le pudo decir que no. Cuando quiso acordar ya estaba ubicado en frente de ella.
¡Es que no entiende que no quiero hablar con nadie!
-          Mirá, no te ofendas, pero tengo que terminar un trabajo. No tengo tiempo para conversar con nadie.
-          Ah, disculpame, no quería incomodarte – le dijo mientras tomaba su taza y se levantaba para retirarse.
-          No, está bien, quedate cinco minutos si querés, pero no más de eso – le dijo con remordimiento.
Pedro se sentó otra vez no sin antes regalarle una amplia sonrisa.
Tiene una linda sonrisa, si no fuera que estoy tan apurada…, pensó Ángela.
-          En una de esas si me comentás de que se trata tu trabajo te puedo ayudar.
-          No creo. Prefiero que me hables de cualquier otra cosa. Quizá me haga bien distraerme un rato.
Pedro tomó el azucarero y comenzó a ponerle azúcar al café.
-          ¿Cuántas cucharitas le ponés? – le dijo Ángela – cuando vio que Pedro no terminaba de echar azúcar.
-          Cuatro o cinco.
-          Es mucho, deberías ponerle menos. No es bueno para la salud.
-          Lo voy a tener en cuenta, pero para el próximo – le dijo con una sonrisa pícara – Como te estaba diciendo estoy acá un poco aburrido. Me pelee con mi novia y ando un poco desorientado. Disculpá que te cuente esto, seguro no te interese. Es que ella adoraba el café. Por eso paso todas las mañanas y me siento acá por largo rato a tomar café y a respirar su aroma, porque es una forma de recordarla.
-          Haciendo eso  me parece que solo lográs torturate.
-          Sí, lo sé. Pero por ahora no siento que pueda hacer otra cosa.
Ángela odiaba a los hombres tristes por haberse peleado con sus novias y que se la pasaban hablando todo el tiempo de su drama.
Él seguía hablando pero ella ya no le prestaba atención.
-          Fui a lo de una amiga a las tres de la mañana y le grité por la ventana, pensó que estaba loco, con razón claro…
-          Sí, entiendo – decía ella asintiendo pero sin escucharlo.
Ella tomó su cartera mientras terminaba los últimos sorbos del café.
-          ¿Te vas?
-          Sí, es que no tengo mucho tiempo.
-          Sí, es cierto. Mejor me voy yo, así te da el tiempo de terminar tu trabajo. Al final no te dejé hablar y sólo te hice atrasar.
¡Por qué él hacía eso! ¡Segunda vez que logra hacerme sentir culpable y por nada!, pensaba furiosa.
Pedro se levantó dejando un billete sobre la mesa.
-          Ha sido un gusto conversar contigo, bueno… aunque acaparé un poco la conversación. Quizá la próxima vez no tenga que ser así.
Ocurrió todo muy rápido para ella. No le dio el tiempo para decir mucho. Vio que él se alejaba.
-          Adiós – le dijo haciendo un gesto con la mano.
Él desde lejos le correspondió.
De pronto a Ángela se le iluminó el rostro. Sé le acababa de ocurrir el final para su historia.

***