sábado, 7 de abril de 2012

Me gustaban los sorteos...


Y si…me gustaba participar en sorteos, consideraba además que era una buena forma de ayudar. Siempre compraba números por diversos motivos. Un día eran los niños pobres del barrio, otro, el colegio donde fui a la escuela primaria, después, para juntar plata para el perrito de la vecina que le había venido tuberculosis. Cualquier excusa servía con tal de colaborar. ¿Pero por qué tenía esa necesidad de ayudar?
Nunca ganaba nada, siempre guardaba los comprobantes de las rifas por las dudas que se hubieran equivocado. Que no fuera a suceder que me llamaran para decirme que gané el premio y justo no tuviera el número. Los guardaba durante meses y después de amontonar papelitos sin sentido, símbolo de mi mala suerte. Cuando me aburría de todo eso y prometía no volver a dejarme manipular, tomaba todos los papelitos, los volcaba en algún recipiente, y como si fuese un ritual, los quemaba. Pero volvía a pasar, al otro día me encontraba en la calle con un niñito tonto que me decía: “Señora ¿me compra un numerito de rifa? Es para la escuelita, nos robaron todo, los pupitres, los bancos, no tenemos donde sentarnos.” Antes de ponerme a llorar desconsolada, abría la billetera y claudicaba… Si nunca fui tan buena. ¿Qué me está pasando? Creo que voy a tener que ir al psicoanalista. No puede ser que los años me hayan ablandado tanto…

***

Caminaba por la Ciudad Vieja apurada, iba con mi número en la mano. Esta vez tenía el presentimiento que iba a ser diferente. Buscaba un kiosco en donde estuvieran anotados los números ganadores del sorteo de ese día. Obvio que no encontraba ninguno, justo cuando lo necesitaba. Di varias vueltas hasta que encontré uno. El número que tenía en mi poder era el trescientos cuarenta y ocho. No lo había elegido yo, fue por azar, me lo había dado una chica muy amable de un stand. El sorteo esta vez no tenía ningún carácter filantrópico, solamente habían repartido los números entre todos los participantes de una jornada de charlas sobre diferentes productos electrónicos. Hacía un mes que estaba esperando la fecha. Si ganaba, iba a tener en mi dormitorio un espectacular televisor plasma de cuarenta y ocho pulgadas.

Y ahí estaba parada en la vereda petrificada mirando la vidriera del kiosco. El trescientos cuarenta y ocho en número grandes resaltaba, había salido primero. Para mí era como verlo en luces fosforescentes y del tamaño del propio kiosco.
No podía reaccionar. Cuando desperté de mi letargo, me entró el pánico. En una de esas habían dejado los números ganadores del sorteo anterior. Entré al lugar como un bólido.
-         Buenos tardes señor. ¿Los números del sorteo que tiene anotado en el pizarrón, son del día de hoy?
-         Sí señora, están recién fresquitos se podría decir, hace diez minutos que los puse.

***

Estuve todo el día encerrada, no salí a comprar comida ni nada. Llamé al delivery y me aprovisioné lo suficiente como para no salir en todo el fin de semana.

Pasaron los meses y mi vida sólo perteneció a ese estúpido aparato que me hablaba mientras yo yacía atontada  en el sillón. Me di cuenta que algo andaba mal. Ese televisor sería mi ruina. Con el dolor de mi alma tomé una decisión.

***

-         ¿Vecino me compra un número?
-         ¿Qué es lo que se rifa?
-         Un televisor plasma de cuarenta y ocho pulgadas. ¿Qué le parece?
-         Mmmm… bueno si es así, déme uno.
-         ¿El trescientos cuarenta y ocho le gusta?

Después de tanto perseguir sorteos, no volví a comprar más números.
Ahora de verdad gané, la escuelita tiene bancos nuevos.

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