sábado, 2 de julio de 2011

La buhardilla

Castillo Pitamiglio

La buhardilla era un lugar misterioso. El culpable de las fábulas que existían en torno a ella era el abuelo Mario, que con sus incontables historias asustaba a los niños, Martina y Andrés.
Alguna vez tomados de las manos subieron las escaleras, pero los ruidos y murmullos los hacían desistir y luego demoraban varios meses en realizar otro intento.
-         ¡Martina! ¡Martina!
-         ¿Qué querés? Estoy estudiando. ¡No molestes!
-         Me parece que tendríamos que subir hoy.
-         ¿Hoy, y por qué hoy?
-         Todos se van a la ciudad, yo no tengo ganas de ir. Les podemos decir que nos quedamos estudiando.
-         Yo sí me voy a quedar estudiando. Vos tendrías que hacer lo mismo.
-         ¡No empieces a retarme como siempre! Tengo buenas notas, no son tan excelentes como las tuyas pero están bien.
Andrés estuvo un rato tratando de convencer a su hermana. Martina era una niña muy aplicada pero a la vez le divertían las travesuras del hermano, así que muchas veces se dejaba llevar por él. La buhardilla era un lugar interesante para ambos. Tenía un atractivo especial porque era un lugar prohibido. Hacía tiempo que entre los dos había un pacto en el que se prometieron mutuamente descubrir sus misterios. Formaban un equipo.
En la casa no quedó nadie. La sirvienta estaba enferma. Los padres de los niños no se quedaron muy conformes en dejarlos. Pero a la vez pensaban que ya no eran tan pequeños y bien podían quedar solos por un par de horas.
Se asomaron por el hueco de la escalera que iba hacia lo alto. Estaba muy oscuro.
-         Martina prendé la luz, no se ve nada.
La niña estiro el brazo pero la llave estaba rota.
-         Está rota Andrés. ¿Qué hacemos? Me da miedo subir a oscuras. ¿Cuándo se rompió? La última vez que llegamos hasta la puerta andaba.
-         No importa, tengo una linterna, la traje porque no sabemos si adentro tendremos luz.
Los niños subían escalón a escalón. Se escuchaban los chirridos de la madera al pisar. En cada paso se abrazaban un poco más.
-         ¡Andrés me estás lastimando!
-         ¡Pero si sos vos la que se me pega como chicle!
Martina orgullosa se separó de él al instante. Se tomaron de las manos.
-         ¿Qué más te contó el abuelo Mario la última vez?
-         No vas a querer saberlo.
-         ¡Contame por favor!
-         Parece que en esta casa hace muchos años vivía un niño que se llamaba Pedro. Un día escuchó unos ruidos y subió solo. Entró pero al querer salir no encontró la puerta. Según el abuelo una vez que entrás a la buhardilla la puerta desaparece y no podés regresar. La única manera es que alguien de afuera entre.
-         ¿Y que le pasó a ese niño, Andrés? ¡Me estás asustando!
-         Nunca lo encontraron.
-         ¿Cómo que nunca lo encontraron?
-         Sí, no se sabe bien, según el abuelo, ahí adentro también hay otras puertas que te llevan a lugares desconocidos.
-         ¡Andrés yo no voy a entrar!
-         ¡Martina, prometiste que me ibas a acompañar!
-         Sí, pero esta última historia yo no se la había escuchado al abuelo. Yo sólo sabía que ahí adentro podía haber algún genio malo o duende. Pero no sabía que los niños desaparecían.
Martina comenzó a llorar.
-         ¡Martina no llores!
Las lágrimas de la niña corrían desconsoladamente por el rostro.
-         Martina no te va a pasar nada, estás conmigo – Le dijo Andrés secándole las lágrimas con un pañuelo que llevaba en el bolsillo.
-         ¿Pero si quedamos encerrados?
-         No vamos a quedar encerrados porque no vamos a cerrar la puerta. Le ponemos algo para que no se cierre.
Martina no estaba muy convencida, pero no quería decepcionar a su hermano y siguió subiendo la escalera, cada vez más aterrada.
Llegaron a la puerta. Andrés tomó el pestillo y lo dio vuelta. Estaba trancada. Tomó un poco de impulso y empujó con fuerza. La puerta se abrió.
 Un frío intenso salió de la habitación. Andrés trataba de alumbrar con la linterna pero la luz era absorbida por la oscuridad.
-         ¡Andrés, no vamos a entrar ahí!
-         Bueno si está bien – Andrés tartamudeaba
-         Esperá, dejame ver si al lado de la puerta hay alguna llave de luz.
-         ¡No metas el brazo ahí Andrés!
-         ¡Por favor Martina, no me estás ayudando!
-         Tranquila, sólo voy a tantear para ver si encuentro la luz.
El brazo del niño se introdujo en la oscuridad. Tocó la pared, encontró una llave. La levantó. Al instante todo quedó iluminado.
Los niños se asombraron con lo que vieron. No era una habitación tan desagradable. Estaba todo ordenado.
-         Martina ¿Entramos? No parece que haya nada malo acá adentro.
-         No estoy segura. Pero no cierres la puerta.
Andrés dejó la linterna entre la puerta y el marco para asegurarse que no se trancaría sola.
Se tomaron de las manos de nuevo, y fueron dando pasos cortos hasta entrar en la habitación. Había un escritorio, una biblioteca, un sillón. Todo estaba limpio y ordenado.
-         Este no parece un lugar donde desaparezcan los niños.
Escucharon unos pasos en las escaleras, se abrazaron. No tuvieron tiempo de esconderse.
-         ¡Chicos son ustedes! ¡Son unos sinvergüenzas! ¿Cómo se animaron a venir hasta aquí con todas las historias que les inventé?
-         ¡Abuelo! – gritaron los niños al unísono.
El abuelo reía a las carcajadas.
-         ¿Qué estás haciendo acá abuelo?
-         Aaah bueno tus padres me llamaron. Se demoraron y tenían miedo por ustedes porque  estaban solos. Les dije que yo vendría a cuidarlos un rato. No vivimos tan lejos.
-         ¡Nos pegaste un gran susto!
-         Abuelo, acá no hay nada raro. La buhardilla está más limpia que mi habitación – le reclamó Andrés.
-         Bueno niños, no se enojen con su abuelo. Es que este es mi espacio, donde vivo no tengo mucho lugar. Acá me escondo a leer y a recordar viejos tiempos. Sé que no estuvo bien de mi parte haberles ocultado esto. Pero en realidad al principio les conté alguna historia que me contaron a mi alguna vez para que no vinieran a jugar. No quería que me rompieran algo o que desordenaran mis cosas. Después me entusiasmé con las historias, e inventé alguna más. Ustedes se entretenían tanto…Aparte no todas son mentiras.
-         ¡Qué mal abuelo! No te hubiéramos roto nada – Martina sollozaba
-         Ven aquí niña no llores.
De pronto un golpe sordo los estremeció a todos.
La puerta se trancó y se cerró para siempre…